1.LAS PIRÁMIDES DE GIZEH EN EGIPTO
La más antigua de las maravillas, y,
curiosamente, la única que ha llegado hasta nosotros, es el monumental
conjunto de las pirámides de Gizeh, en Egipto. Todos hemos oído hablar
de ellas y conocemos su aspecto, así como sabemos que eran las tumbas de
los faraones. Pero acerquémonos más, y averigüemos algunos detalles
interesantes.
Los egipcios iniciaron la construcción de
pirámides hace muchísimo tiempo, a lo largo de su Antiguo Imperio: ¡Las
más antiguas tienen cerca de CINCO MIL años! En efecto, la más antigua
que se conoce es la pirámide escalonada de Sakkara, tumba del faraón
Djoser, que data del 2750 a. de C. El arquitecto inventor de la pirámide
fué el gran Visir, y famoso sabio, Inhotep. Después de este primer
ejemplo, los egipcios continuaron construyendo pirámides hasta bien
entrado el Imperio Medio, en que se pasó a emplear el sepulcro
subterráneo en vez de las pirámides. Sin embargo, del Antiguo Imperio
nos han quedado nada menos que ochenta de éstas, repartidas por el Bajo
Egipto.
Imaginemos ahora que estamos presentes en el
séquito funerario del faraón Khufu. Una ligera embarcación nos
transporta por el Nilo desde la antigua capital, Menfis, hasta la
necrópolis de sus afueras, en la vasta llanura de Gizeh. Allí abundan
las construcciones funerarias, pues es el cementerio donde van a parar
todos los habitantes de la capital, nobles o villanos. Nuestra
embarcación se detiene: en la orilla nos espera una comitiva de
sacerdotes. Detrás, espera el templo construído especialmente para
nuestro faraón, donde se le rendirá culto igual que a un dios (¿acaso no
es de naturaleza divina?). Aquí es donde el cuerpo del faraón es
preparado convenientemente e introducido en el sarcófago. Después, una
comitiva trasporta a éste a lo largo de una vía funeraria hacia su
sepultura.
Ya vemos las pirámides. Su impresionante mole
destaca sobre el horizonte de la llanura, dejándonos boquiabiertos.
¡Todo eso es piedra! Bloques de granito descomunalmente pesados, de un
metro de altura, forman las filas tan apretadamente que no es posible
introducir ni un cuchillo entre ellos. Las filas de piedras están
pintadas, formando franjas de diferentes colores; la punta es de color
dorado. Todas las pirámides, absolutamente todas, tienen la misma
alineación: están orientadas al norte con total exactitud. Los lados de
la pirámide tienen una inclinación impresionante, de 51 grados, que
cuando nos acercamos más nos produce la sensación de que la pirámide "se
nos cae" encima. En los alrededores, se encuentran las pirámides
menores y las (edificaciones rectangulares de paredes inclinadas) para los altos funcionarios.
Estamos ante la pirámide. Sus dimensiones son
impresionantes: 146.59 m de altura, 230 m de ancho. Tras subir un poco
por su parte lateral, penetramos en su interior. A la fluctuante luz de
las antorchas vamos descubriendo las paredes, perfectamente lisas, como
corresponde a la sepultura de una encarnación del dios Ra. Tras
depositar el sarcófago en la cámara sepulcral, el corredor será cegado y
disimulado, para evitar robos. La pirámide contiene asimismo una falsa
cámara sepulcral.
A pesar de todas estas precauciones, son pocas
las tumbas egipcias que permanecerán intactas hasta la llegada de los
arqueólogos. Los ladrones de tumbas irán saqueando con el paso del
tiempo la mayoría de las pirámides y sepulcros. Cuando el arqueólogo
Flinders Petrie entre en las tumbas reales de Abydos, unas de las más
antiguas de Egipto, sólo podrá encontrar un brazo de la momia de una
reina. De las tres grandes pirámides, sólo la más pequeña, la de
Micerino, permanecerá intacta.
Una controversia famosa relacionada con las
pirámides es la relación entre el doble de la longitud de su lado y su
altura: el número "pi". ¿Porqué tomarían tantas molestias los antiguos
egipcios para conseguir que sus construcciones mantuvieran una relación
matemática tan precisa? Personalmente prefiero pensar que lo hicieron
porque era la forma más segura de conseguir que la inclinación de las
pirámides fuera uniforme, y de que éstas serían perfectamente regulares.
En efecto, si pensamos que probablemente se servían de ruedas de madera
para medir longitudes de forma fácil y exacta, veremos que con una de
éstas ruedas, hecha de la misma altura que los bloques de piedra, se
comprobaba la inclinación rápidamente: cada nueva hilera de piedras
debía medir media vuelta menos. De esta forma sale, automáticamente, la
relación de Pi entre el doble del lado y la altura de la pirámide. Suena
lógico, ¿verdad? Pero ello no implica necesariamente que los antiguos
egipcios conocieran el número Pi; después de todo, éste sale
automáticamente debido a que se realizaron las medidas basándose en
ruedas.
Han pasado ya cerca de cinco mil años hasta
nuestros días, y la humanidad todavía no ha realizado nada semejante. La
más pequeña de las tres pirámides de Gizeh multiplica varias veces el
peso de la mayor de las construcciones modernas; y es que los
aparejadores de nuestros días se las verían y se las compondrían para
enfrentarse con esos enormes bloques de piedra, difíciles de manejar
hasta para las más potentes grúas. Cuando pensamos en que los antiguos
egipcios carecían de máquinas, que movían las enormes piedras sólo con
el esfuerzo físico de cuadrillas de docenas de trabajadores, nos parece
un milagro. De hecho, ni siquiera los propios egipcios fueron capaces de
superarlo: continuarían construyendo pirámides durante siglos y siglos,
sin llegar a igualar el esplendor de las pirámides de Gizeh, que
sorprendentemente, fueron de las primeras que se construyeron.
Como corolario, citaré dos testimonios célebres:
el de Abd-ul-Latif, que dijo "Todas las cosas temen el tiempo, pero el
tiempo tiene miedo a las pirámides"; y el de Napoleón, que comandó una
expedición a Egipto cuando era Primer Cónsul, y pronunció las conocidas
palabras "Desde lo alto de estas pirámides, veinte siglos nos
contemplan".
Pero aún nos queda una visita que realizar en la
llanura de Gizeh: la de la esfinge. Esta escultura, que representa a un
león con rostro humano (se cree que representa al faraón Khafra; al
menos, viste sobre la cabeza el típico klaft, manto que llevaban los
faraones) es contemporánea de las pirámides, mide 70 metros de longitud y
20 de altura. Para construirla, aprovecharon un montículo de caliza en
la llanura, que labraron y completaron con bloques de piedra. Cuando ya
contaba con mil años de edad, el faraón Tuthmosis IV hizo esculpir entre
sus patas una escena representando un sueño, en el cual la esfinge le
daba el trono en recompensa por haberla salvado de morir sepultada bajo
la arena del desierto. Otros mil y pico años más tarde, en la época
romana, se excavó un santuario en el seno de la esfinge. Y cuando la
esfinge ya superaba los cuatro mil años, estas modificaciones
posteriores pasaron a ser destructivas en vez de constructivas: los
iconoclastas primero, y los mamelucos después, mutilaron el monumento,
dañando sus ojos y arrancándole su nariz. Vemos aquí un primer ejemplo,
aunque desgraciadamente no el último, que demuestra que entre las
capacidades del hombre se encuentra no sólo el construir maravillas,
sino también el destruirlas.
2. LOS JARDINES COLGANTES DE BABILONIA
Nos disponemos ahora a realizar un prodigioso
salto hacia delante en el tiempo: nada menos que dos mil años deben
transcurrir para que nuestro viaje nos lleve a la famosa Babilonia -
llamada Babel en la Biblia - a orillas del Éufrates. A pesar de que el
nombre de esta ciudad figura en los anales de la historia desde hace dos
milenios, vemos que todas las construcciones son nuevas y recientes: y
es que los asirios la destruyeron hasta los cimientos. Pero al fin los
babilonios, con la ayuda de los medos y los escitas, vencieron por
completo a los asirios, y la ciudad fué esplendorosamente reconstruída.
Estamos a mediados del siglo VI a. de C., y
gobierna el rey Nabucodonosor II, el más famoso de todos los del mismo
nombre. Además de un gran guerrero y conquistador, Nabucodonosor es
también un gran arquitecto: la ciudad rebosa de construcciones
monumentales. Sin embargo, algo se echa de menos en esta majestuosa
ciudad: todo es demasiado llano, demasiado rectilíneo. Si subimos lo
suficientemente alto, veremos toda la ciudad de un vistazo.
Esto entristece a Amytis, la esposa de
Nabucodonosor. Ella es una princesa meda, y se crió en montes y colinas
exuberantes de vegetación. Esta tristeza disgusta al rey. ¿Acaso no es
el más famoso constructor de su tiempo? Enseguida ordena traer grandes
piedras, pues los ladrillos utilizados normalmente no resisten bien la
humedad. Así, edifica una serie de terrazas escalonadas en las cuales
deposita la tierra necesaria y empieza a plantar árboles, flores,
arbustos, etc. También construye una máquina semejante a una noria que
transportará el agua desde un pozo hasta los jardines para regarlos. En
poco tiempo, éstos rebosan de vegetación, y las copas de sus árboles se
divisan incluso desde fuera de las dobles murallas de la ciudad.
Nabucodonosor ha conseguido crear un aparente monte cubierto de
exuberante vegetación.
Sobre los jardines colgantes existe también una
leyenda, que sitúa la fecha de su construcción cinco siglos antes, a
finales del s. XI a. de C. Según esta leyenda, es la reina Shammuramat,
llamada Semíramis por los griegos, quien construye los jardines.
Shammuramat gobierna el imperio asirio como regente de su hijo
Adadnirari III, desde la muerte del rey Shamsidad V, y además de
construir los jardines colgantes, conquista la India y Egipto. Termina
sus días suicidándose a causa del dolor que le produce descubrir una
conjura contra ella urdida por su hijo. Algo trágico... como era de
esperar en una leyenda, sobre todo teniendo en cuenta que fueron los
griegos quienes la recogieron.
En el año 539 a. de C. los persas conquistan
Babilonia, y ello provoca su decadencia. La población va menguando y,
para cuando Alejandro Magno visita la ciudad (sobre el 326 a. de C.)
parte de ésta se encuentra en ruinas. La destrucción definitiva tiene
lugar en el año 126-125 a. de C., fecha en la que el parto Evemero
conquista la ciudad y la incendia. Desde entonces no quedan más que las
ruinas a orillas del Éufrates.
3.EL TEMPLO DE ARTEMISA EN
EFESO
Nuestro viaje nos lleva ahora a tierras helenas,
donde buscaremos la mayor parte de las maravillas que nos faltan por
ver. La Grecia Clásica es el auténtico faro de la civilización de su
tiempo, y no es de extrañar que sea allí donde los artistas florecen y
realizan sus más excelsas obras.
Nos detenemos en la ciudad de Efeso, a orillas
del mar Jónico y junto a la desembocadura del pequeño Meandro. Seguimos a
mediados del siglo VI AC. Ésta ciudad ha sido desde siempre un centro
de culto a la diosa Artemisa, llamada después Diana por los romanos. Se
trata de la soberana de la naturaleza selvática y de los animales
salvajes, y suele representársela acompañada por una cierva y armada de
arco y flechas. Desde muy antiguo, existe un templo dedicado a la diosa.
Pero en el siglo VII a. de C., la ciudad sufrió el ataque de los
sumerios y aunque se resistió, no se pudo evitar que el templo se
incendiara y fuera destruido.
Pero ahora casi toda la Jonia ha pasado a manos del rey de Lidia: Creso.
Sí, el mismo que ha inventado esos nuevos y extraños discos de metal
llamados "creseidas" que se suponen que van a hacer las veces de moneda.
Nadie sabe dónde pararán estos inventos modernos... pero Creso es un
protector de sabios y artistas, el mismo Esopo ha pasado por su corte, y
se propone levantar un nuevo templo a Artemisa, mejor que el anterior.
Para ello se lleva a cabo una suscripción pública; todos los ciudadanos donarán algo de dinero para el templo nuevo.
Finalmente el templo se levanta. Cuenta con 127
impresionantes columnas de 20 metros de altura, algo descomunal para su
época, y cuenta con esculturas de Escopas.
Este templo ilumina la ciudad de Efeso durante
dos siglos. Sin embargo, llega la tragedia: en el año 356 a. de C., el
pastor Eróstrato destruye el templo incendiándolo, por puro afán de
fama.
Sin duda consiguió lo que buscaba, como lo prueba el que recordemos su
nombre. Pero tal vez consiguió algo más que eso: demostrar a todos los
hombres que por cada Escopas hay un Eróstrato, y que las maravillas
construidas por el hombre deben ser protegidas del propio hombre.
Esta historia tiene un epílogo: cuando alrededor
de veinte años después, Alejandro Magno ocupó la ciudad de Efeso y
residió en ella por un tiempo, escuchó la historia del templo de
Artemisa y descubrió que había sido destruído la misma noche en que
había nacido él. Al parecer fué esta coincidencia la que le impulsó a
reconstruir el templo, durante el tiempo que permaneció en Efeso
instaurando un gobierno democrático. Una vez terminado, el nuevo templo
(que hace el número tres en nuestra cuenta) contó con un retrato del
propio Alejandro, pintado por Apeles, el más famoso pintor griego.
Aunque el templo de Artemisa no recuperó jamás su pasado esplendor, al
menos su antigua fama le valió una pronta reconstrucción.
4.LA ESTATUA DE ZEUS EN OLIMPIA
Nuestro viaje saltará ahora un siglo adelante en
el tiempo, pero en compensación no recorreremos apenas distancia; tan
sólo unos pocos kilómetros hasta Olimpia, en la Élida, centro religioso
de la antigua Grecia donde se rinde culto al principal de entre todos
los dioses: Zeus.
Aquí, bajo el monte Olimpo (uno de los muchos que hay en Grecia con ese
nombre), se celebra cada cuatro años la más famosa de las festividades
en honor de Zeus: la Olimpiada.
Estamos en el 450 a. de C., y se está terminado
de construir el impresionante templo de Zeus, para el que no se
escatiman medios: los mejores escultores de Grecia trabajan en él. Los
dos frontones representan los preparativos de la competición atlética de
Pelópe y Enomao para obtener la mano de Hipodamia, y la lucha entre
lapitas y centauros en la boda de Piritoo. Estos frontones, junto con
las metopas, serán considerados no sólo el más importante conjunto
escultórico del estilo severo, sino las más notables series escultóricas
del arte clásico griego junto con el Partenón.
Su autor, de quien no se sabrá el nombre, será conocido como el Maestro de Olimpia.
Pero nos queda por ver lo mejor del templo: la
estatua de Zeus. Para realizarla se ha llamado nada menos que al más
famoso de entre todos los escultores de la antigua Grecia: Fidias. Su
estilo, por su plasticismo, por su equilibrio en la elección de temas,
en la composición y en la gradación de los efectos del claroscuro, por
su representación esencial, sin ser detallada del cuerpo humano, por su
majestuosa y noble serenidad, y por su armonía de formas, consigue ser
la encarnación de los ideales del arte griego.
Fidias pone manos a la obra representando al dios
sentado sobre un trono. La inmensa estatua no puede ser más llamativa a
la vista: Fidias emplea la técnica crisoelefantina, consistente en
cincelar sobre marfil y añadir por encima oro, representando la carne y
las vestiduras del personaje. Y además de todo esto, el trono está
adornado por diversas pinturas. Fidias empleará más de un año en llevar a
cabo la estatua, lo cual nos da idea de su gran tamaño y de su detalle y
calidad.
A diferencia de las dos maravillas anteriores,
esta va a perdurar durante bastante tiempo: unos mil años, hasta que los
terremotos que se producirán en el siglo VI d. de C. destruyan el
templo en su mayor parte.
5. EL MAUSOLEO DE HALICARNASO
Volvemos a saltar un siglo hacia delante en el
tiempo, y llegamos al año 352 a. de C. Las maravillas del mundo, que ya
sumaban cuatro, vuelven a ser sólo tres, puesto que Eróstrato acaba de
consumar su infame obra destruyendo el templo de Artemisa, hace apenas
cuatro años. Pero el relevo va a llegar enseguida: una nueva maravilla
será construída, dándose tales coincidencias entre ambas, que parece
obra de una magia bienhechora decidida a compensar la pérdida.
Estamos en Halicarnaso, en la Caria, un estado
del Asia Menor. Se trata de una ciudad importante; incluso cuenta con
una fábrica de esos extraños discos de metal inventados por Creso que
hacen las veces de moneda.
La ciudad luce esplendorosa: Mausolo ha conseguido llevarla a su cenit.
Pero ahora la ciudad está de luto, pues Mausolo acaba de fallecer.
¿Qué tumba, que sepulcro será suficiente para un rey así? Su viuda
Artemisa toma la decisión de no reparar en gastos; y de pronto, es como
si toda la ciudad supiera que nunca más volvería a vivir una época tan
magnífica como la de Mausolo, disponiéndose a demostrar su
reconocimiento haciéndole la sepultura más especial de la historia,
tanto, que dará nombre a los "mausoleos" que se construirán en el
futuro.
Ya están en marcha las obras: los arquitectos
Sátiros y Piteos construyen un podio rectangular; sobre él, se levanta
una columnata de orden jónico; sobre ésta, una pirámide escalonada. Y en
lo más alto, una estatua representando una cuádriga. El conjunto
alcanza la vertiginosa altura de 50 metros. Pero eso no es todo; los
mejores escultores griegos de la época esculpirán las estatuas y
relieves: Briaxis, Timoteo, Leucastes y el famoso Escopas (que nada
tiene que ver, salvo el nombre, con el escultor del templo de Artemisa).
Pero esta maravilla, va a ser la menos duradera
de todas. Apenas dieciséis años más tarde, en el 334 a. de C., Alejandro
Magno destruye la ciudad. Él, que ordenara reconstruir el templo de
Artemisa en Efeso, muestra ahora su semblante destructor. Y aunque poco
después los reyes egipcios conquistarán la Caria y reconstruirán
Halicarnaso, ciudad que permanecerá hasta nuestros días (hoy llamada
Bodrum), del mausoleo sólo nos quedará la leyenda.
6. EL FARO DE ALEJANDRÍA
Vamos a saltar ahora unos setenta años hacia delante,
y a viajar de nuevo a Egipto. Estamos en el año 280 a. de C., y desde
que Alejandro liberó a este estado del dominio persa, los lazos entre
griegos y egipcios se han estrechado: tanto, que su rey Ptolomeo II, es
de origen griego.
Esta fusión de egipcios y griegos tiene especial relevancia en la
capital, Alejandría. Fundada por Alejandro Magno en el 332 a. de C.,
esta próspera ciudad se ha convertido en el más importante foco de la
cultura helena.
Pero esta vez la maravilla no va a ser un templo,
ni ninguna otra clase de edificio, sino una torre.
Para guiar a los numerosos barcos que acuden constantemente a
Alejandría, el rey ha decidido construir una torre que identifique el
lugar de la ciudad desde muy lejos. Para ello han escogido la pequeña
isla de Faros, frente al puerto.
El arquitecto Sostrato de Cnido dirige las obras,
que conforme avanzan, adquieren un aspecto más impresionante. Cuando se
finaliza, la torre mide más de 120 metros. En su cima está equipada con
espejos metálicos para señalar su posición reflejando la luz del sol; y
por las noches, a falta de luz, se enciende una hoguera.
Esta maravilla va a durar bastante: unos mil
seiscientos años, hasta que en el siglo XIV los terremotos la derriben.
De nuevo, como el Mausoleo, el nombre de esta maravilla - que en
realidad es "la Torre de Faros"- designará a todas las construcciones
posteriores realizadas con el fin de mostrar el camino a los barcos.
7. EL COLOSO DE RODAS
Sin viajar apenas en el tiempo (apenas unos tres
años hacia delante, hasta el 277 a. de C.) vamos a presenciar la
construcción de la última de las maravillas. Para ello abandonaremos el
Asia Menor y nos internaremos en el mar Egeo. Allí, apenas a 18
kilómetros de la costa, encontraremos la más importante de las islas
Espóradas: Rodas. Es importante porque su ciudad, del mismo nombre, es
la capital del Dodecaneso, archipiélago compuesto por una veintena de
islas. La situación geográfica de Rodas es privilegiada para comerciar
con Grecia, el Asia Menor e incluso Egipto, y gracias a eso se ha
convertido en el centro comercial más importante del Mediterráneo
Oriental.
Por ello no es extraño que alguna potencia de la
época ambicione apoderarse de Rodas e intente tomarla, como Macedonia.
Su rey, Demetrio I Poliarcetes, es conocido por su experiencia en el
arte militar, sobre todo en los asedios, tanto, que en futuro los
militares se referirán a la técnica de asediar fortalezas como
"Poliarcética".
Demetrio ataca pues, Rodas. Sin embargo, la ciudad resiste los embates
de este temible guerrero, quien finalmente se retira.
Para celebrar este triunfo, la ciudad decide
elevar un monumento memorable a Helios, dios del sol, en el puerto.
Dirige las obras Cares de Lindos, discípulo de Lisipo. La estatua va
creciendo, primero el armazón de hierro y sobre él las placas de bronce.
Finalmente, cuando la estatua se termina mide nada menos que 32 metros
de altura. Su fama atraerá a viajeros de todo el mundo antiguo para
verlo.
Con el Coloso, llegaron a ser cinco las
maravillas del mundo que se alzaban sobre la faz de la tierra, número
que no fué superado sino que fué decreciendo. Cincuenta y seis años
después de su construcción, en el 223 a. de C., un terremoto derribó al
Coloso. Los habitantes de Rodas, siguiendo el consejo de un oráculo,
decidieron dejar yacer sus restos donde cayeron. Y así fué, durante
cerca de novecientos años, hasta que en el 654 d. de C. los musulmanes
se apoderaron del bronce como botín en una incursión.
La leyenda del Coloso tendió, cómo no, a agrandar
sus proporciones. Durante el renacimiento el Coloso fué "descubierto"
por los humanistas, al igual que el resto del arte griego, y su
magnificencia fué remarcada haciéndose circular que su tamaño era tal
que los barcos pasaban entre sus piernas. Pero el Coloso no necesita de
mitificación: habrá de pasar la friolera de dos mil años hasta que el
hombre realice otra estatua colosal que la supere, lo cual lo dice todo.
Epílogo
Han pasado más de dos milenios. Todas las
maravillas que quedaban en pie fueron cayendo, víctimas principalmente
de los terremotos.
Todas excepto una, curiosamente la más antigua: las pirámides de Gizeh.
Ellas, las únicas que han sido capaces de vencer
al tiempo, nos recuerdan cuánta grandeza hay en los rese humanos; somos capaces de crear maravillas cuando dejamos de lado nuestras disputas y coordinamos nuestras
energías.